lunes, 30 de mayo de 2011

Katze




-Hoy no seré un gato -se dijo-, ni tomaré la avena en el cuenco. Hoy vestiré el traje oscuro y pasearé por los viñedos. Haré pintar la tapia de algún color más alegre, que vaya bien con la fuente de piedra y los rosales. A mediodía daré un banquete a los peones y el amo pagará los latigazos del último mes.
De los establos tomaré al caballo blanco e iremos a trote hasta el río, donde está aquella muchacha morena. La miraré a los ojos, a sus ojos pardos la miraré a ella, irresistible. Caerá en mis amores y, tomándola por el talle, la besaré como nunca la han besado, nos tumbaremos en la hierba hasta el amanecer.
Entonces me sacaré el traje oscuro, devolveré al caballo blanco a los establos, haré reverencia al amo,  volveré a este, mi rincón, y tomaré la avena en el cuenco, pues tan sólo soy un gato.

Conejos



Una mujer delgada desuella conejos. Comerá la carne con su madre; curtirá sus pieles para confeccionar  botas, sacos y chaquetas; para los perros serán las vísceras crudas y sanguinolentas, no hay porqué cocerlas.

La mujer no cría los conejos, tiene poco tiempo. Su madre enferma y vieja le roba demasiado. Por eso los captura silvestres, o más frecuentemente de otras granjas. Que otros hagan el trabajo, bastantes preocupaciones tiene ella. Sabe racionar su captura y su consumo de las formas más adecuadas. Los caza tan sutilmente que apenas se nota.

No es que le guste lo que hace, pero debe hacerlo, su madre posee un apetito voraz. Si la mujer se descuida, sale a hurtadillas y ejecuta auténticas y desorganizadas masacres de conejos. Llama demasiado la atención y entonces deben huir a otro lugar.

El último conejo de la jaula la mira aterrorizado. Se ha orinado en los pantalones del miedo y los dientes le crujen estrellándose unos contra otros. Lo atrapó solo en el bosque, recogiendo leños hacia el crepúsculo. Balbucea piedad, mienta vírgenes, trinidades y a su madre inútilmente.

Allá en el sillón, la madre de la mujer se regodea cuando lo toman por el cuello.

“Es una vida triste-piensa la mujer al levantar el cuchillo-. No me gusta hacerlo, pero voy a tener que hacerlo.”

La mano




La mano.
Dobló a la derecha creyendo que iba a hacerlo a la izquierda, como un intento desesperado de su mente por engañarse, por distanciar la pesadilla de la realidad y creer la realidad pesadilla. Dos cuadras antes, una piedrecilla había entrado por la rotura de su zapato y sólo la adrenalina menguaba su dolor, porque la mano continuaba detrás de él.
Cada vez que miraba atrás era más grande, más monstruosa y más lejana a la delicadeza que poseía al comienzo de la persecución. Constante e inagotable, agitada Euménide.
Los callejones, alzados como atalayas torcidas, le parecían rostros con ojos y bocas a punto de caerle encima, como un laberinto cerrándose y reacomodándose hacia su fin.  Entonces, la mano lo toca.
En el lecho, el grito áspero despierta a la esposa, que aún sostiene el vestidito entre las manos.
-¡Sí, fui yo, yo la he matado!

martes, 24 de mayo de 2011

Dalí

 
"Metafísicamente monárquico." Cuán cierto y errado, Dalí. Allí, en los reinos profundos, se retuerce tu mentira y nunca retrocedes, puerco, nunca retrocedes
y te alzas en los brazos de Niké vestida de la ignorancia de muchos, burros que aplauden a Palas tocando la flauta. Niké envuelta en la única metafísica que ofrecen los lodos del ego.

miércoles, 18 de mayo de 2011

Jill

Jill es una niña, una niña pecosa. Jill es una niña pecosa que se está mojando en la lluvia, se está mojando en la lluvia porque se ha escapado de casa. Se ha escapado de casa porque su padre la golpea; su padre la ha golpeado por ser una niña pecosa: es una niña pecosa porque no es hija de su padre, no así de su madre, quien tampoco es pecosa. Quien es pecoso ha partido, ha partido un día en un tren que es el mismo que ahora Jill tomará para buscar un rincón menos repetitivo, como sus golpes, sus moretones, la lluvia y sus pecas.

Diana Vigorosa

Diana vigorosa

   Corre, en tus juegos, corre

Silvana vigía

   Mis ojos te seguirán desde el cielo

De oscuros ciervos veloces

   Por tu gracia castos

En la profunda negrura de tu reino

   Lejos del Erebo

Bajo la media luna
 
    También sonriente en el Elíseo.